martes, 3 de junio de 2008

A una bibliotecaria construida

Quizá soy yo el único, quizá nadie más sabe que en tus paseos, esas agilísimas travesías profesionales, no haces otra cosa que ir sembrando un caos imprescindible y placentero. Tu ordenación de los libros, esa sumisión que te dispersa en veredas de cultura, no es sino un desbaratamiento, una conmoción necesitada, un revolver la estanqueidad adormecida de la biblioteca.

Y de esa quietud violenta me desprendo invisible cuando reparo en tus urgidas irrupciones, bajando una escalera como un río, soleando los pasillos con la ignición de tus pisadas.

Todo esto, ya digo, es probable que yo sólo lo vea, pues me hallo flanqueado por sesudos admiradores de lo fatuo. Son aquellos tristes lectores, idólatras de la apariencia, de lo aparente, ocultos tras un nombre que no es suyo pero en el cual se reconocen —su gran firma— y amansan, ostentándolo con impudicia. Lo suyo es una manía nominal y maquinal, rutinaria; es la deificación de lo superfluo, tomándolo por lo vital.

No me ven, sentado en sus proximidades, cultivar otra persecución parecida por lo intrusa, otro afán de las palabras, otra representación que me prestigie. La diferencia es que yo tengo aún la inmensa ansia de ser quien escriba mis palabras, de confeccionar con ellas la bandera singular de mi lenguaje. (En estas cosas pienso cuando no ando rastreando tu nombre, que ignoro, por las estrías que vas dejando en la tarde callada del estudio). Soy, sí, otro esteta, un admirador de la belleza, de tu belleza, y quisiera escribirte aquí como una rosa, dibujarte no con precisos trazos, sino con palabras bellas. Porque de nada sirve pintar la flor que contemplamos: ésa ya nos la da tal cual la naturaleza. Lo que yo busco es escribir la rosa recreándola, no como evocación, sino volviéndola a crear más viva, con un rojo irreal de tan buscado. Plasmar la rosa que no existe más fragante, más punzante. Brindarte la rosa como ofrenda que cabe en un infolio.


Soy un horticultor de tus detalles, y voy haciendo poco a poco, en mi jardín de prosa, la floresta insólita de tus fotografías. Me fijo en cómo vas y vienes de la sala de préstamo, como una ola tibia y vertiginosa, recolocando libros como piezas de un paisaje desde el que te miro en tus labores. Y vas salando minuciosamente cada hueco con la salazón de tu presteza; dejas, en cada balda, una orfandad de libros que te extrañan, y algunos vuelven secretamente al carro quejumbroso del reparto, a tu caos metódico y precioso.

Aquí, aunque de espaldas a tu estancia, hay una suerte de reflejo que discurre por el aire, una señal plateada como un rayo que me avisa de que vienes, o me hace ver que yo te busco. Y puedo imaginar tu charla allá, cobijada tras la mesa, puedo mirar sin ver el color de tu sonrisa y percibir cómo la cotidianidad te observa, alzada en la ventana o en un resquicio de sol.

Es este tráfico de libros lo que te me hace más hermosa, y tengo para mí que, por debajo de la materialidad de esos libros naufragados, en otro orden olvidado de las cosas, también caminas devolviendo el sosiego a mis estantes, clasificando mi alma en sus volúmenes, creando literatura, inflamando —antorcha rubicunda de tu pelo— de palabras mis sentidos, sugiriéndome todo esto que te escribo.