sábado, 26 de julio de 2008

Extravío largo

Esta idea recurrente, que como casi todo en mí suele adquirir forma melancólica, no sé si es la misma que atormentaba o fascinaba a Ricky Fitts en American Beauty. Puede ser, incluso, que no tenga nada que ver, pero me extrañaría que así fuera. Dije idea, pero quizá hubiera sido mejor decir sensación, o reflexión acerca de la sensación, pues es en lo sentimental donde anida el objeto de esta nota, y sólo se eleva pobremente hacia el intelecto mediante la meditación (lastimera).

La belleza se me escapa. Tal es la dolorosa percepción de la que quiero hablar hoy. Ahora bien, ¿qué belleza? ¿Es que pretendo hablar de la Belleza, con mayúscula, como Idea platónica? ¿Es la belleza de las cosas, la anónima belleza de un paisaje?

Digamos que algo hay, algo de vanidad filosófica, en lo que quiero decir. Lo que denuncio ante la pantalla en blanco —víctima azarosa, pues nadie salvo yo puede tener culpa en todo esto—, es que la poca belleza que tuve y la mucha que he visto desfilar, a veces muy de cerca, se me ha perdido ya, o se me desperdiga en confusos hilvanes, a cada paso, en los intersticios del tiempo y de la retina. No es sólo de la mujer de lo que hablo, sino de la mujer como belleza, como origen de arte, como muestra cotidiana y acuciante de que hay belleza en este mundo. Hablo de la mujer como condición y como excusa para ratificar la idoneidad de la vida.

Mucha de la angustia (ciertamente freudiana) que me mueve a escribir esto ahora, tiene una relación directa con el simple paso del tiempo —«ese sempiterno desencantador que es el tiempo»—. El tiempo en cuanto que envejecimiento, doblemente heridor puesto que nos arrebata progresiva pero firmemente nuestra belleza y la de nuestro alrededor, al mismo tiempo que nos hace más sensibles a su pérdida. Así, la belleza del primer beso, por ejemplo, una belleza demasiado joven, demasiado vieja, tan difícil de determinar ahora, pensándola, recreándola; e imposible volver a experimentarla. (La terrible conciencia de los besos primeros que se dan dondequiera, ajenos a nosotros, por siempre inaprehensibles). O la misteriosa belleza de la adolescencia, tránsito agreste, páramo convulso de atracciones y desconciertos.

También las bellezas concretas, físicas, en mujeres que pasan de largo o se quedan un rato en nuestra biografía, con cualquier excusa —excusa a cuya creación, a veces de la nada, contribuimos con esfuerzo—; musas de un mes o de un instante, que recogemos con la parcialidad crudelísima de una mirada asimétrica (la nuestra sólo, no correspondida) y aquilatamos como un destello único del sol del día.

¡Cuántos amores he querido construir de veras y cuántos he soñado vivir, sólo a partir de una sonrisa fotografiada furtivamente con la cámara de la sensación! ¡Cuántas historias, pues, he perdido al no hacer realidad ninguna de ellas! (Esta pérdida, que no sé si es real o es fingida, se me antoja, sin embargo, tan plena, que no se ajusta a la «hecatombe de posibles» bergsoniana, pues a menudo parece que barajamos imposibles).

Todo esto se me pierde, incluso ahora, por entre las teclas inexpertas. Ni siquiera puede mantenerse la belleza del anhelo, porque de nuevo el tiempo le va añadiendo odiosas connotaciones, desprendiéndole lo ideal y afianzando lo violento, quedando la añoranza en mera excitación. Se pierde a un tiempo la belleza y la capacidad cierta de sentirla. Queda el rescoldo —acaso una imagen cenicienta— y la angustia inconexa. Como un álbum de antiguas fotografías, reveladas cada día.


(Coda: «He vivido como si estuviera ciego. Como ciego. Hoy he comprendido por primera vez que existe la belleza. Y que se me ha escapado». Jakub, personaje de La despedida, de Milan Kundera [trad. de Fernando de Valenzuela]).

domingo, 20 de julio de 2008

La timidez, sospechosa

En su maravilloso Libro del desasosiego, Fernando Pessoa habla muy brevemente de la timidez, y, para mi sorpresa, la relaciona estrechamente con... ¡el orgullo! (Sé que este blog no ha llegado a la pubertad y ya contiene dos referencias al genio lisboeta, quizá pecando de monotonía, pero se le mencionará las veces que considere necesario, porque él lo valía).

Pues bien, por lo visto, la timidez vendría a surgir de la incomodidad que nos produce mostrarnos ante los otros, temiendo que piensen que somos peores de lo que en realidad somos. Es un pudor, virulencias aparte, nacido del orgullo, protector de la autoestima, no sé. (Huelga decir que los tímidos, para mí, no son aquellos que así se declaran «aunque no lo parezca». Porque ser tímido es, ante todo, un parecerlo, y acaso esté ahí la clave: lo que hay, primeramente, en el retraído es una apariencia de distanciamiento forzado o forzoso, que no tiene por qué corresponderse con el sentimiento de esa lejanía. Se es tímido, fundamentalmente y con mayor violencia, al principio, cuando sólo la apariencia ha entrado en escena).

De modo que, cuando rehúyo entrar en según qué bares estridentes, en compañía de personas que desconozco, tengo que pararme a reflexionar si soy yo el inadaptado o son los otros, presas de mi orgullosa reserva. Todo esto estaría muy bien si uno llevara con mayor elegancia los hábitos de la soledad, y pudiera entrar, como en un filme, sentarse a la barra con un ejemplar de El ser y la nada bajo el brazo, y pedir un whisky doble, con hielo, como si tal cosa. Podría uno, tirando del hilo cinematográfico, congregar las miradas de jóvenes estudiantes de ingeniería, que sintieran un vivo impulso por adentrarse en la letra sartriana —valga el ejemplo— de la mano de un conocedor independiente y nocherniego. (Menos mal que Fernando Savater nos advirtió recientemente de que los filósofos tienen un siniestro récord de castidad, parece que no deseada en absoluto).

Pues no termino de aclararme con la prosa sublime de Pessoa, tal vez porque, en realidad, me gusta mucho lo que dice por cómo lo dice. Supongo que, al final, todo es cuestión de estilo.

domingo, 13 de julio de 2008

Extravío breve

Tu opacidad no tuvo nunca que ver con los destellos de oscuridad que te circundan, aleteando en la noche, iluminando en negro tus devaneos remunerados. Siempre te me presentaste con una vulnerabilidad velada, desenfocada de ti misma, adumbrada en exceso. Pero ese misterio huidizo, este hondón de noche que te aureola en lo callado, no tuvo nunca la virtud de la fascinación. Sólo temor entre sonrisas que venían siempre a cuento de no sé qué.

Vas y vienes, y hay un torpor del aire que, una vez más, me impide descifrarte. Vas y vienes, al compás de la noche, alternada entre impulsos de un latido impersonal y arcano, y entre los dos construimos un rimero de palabras inútiles, vacías incluso de su propia banalidad. (Eso hemos hecho siempre: amontonar oquedades cariñosamente).

Me pregunto si los otros, en quienes te diseminas en vértigos de alcoholes diversos, adivinan en ti ese rocío ignoto, esa extrañeza que te perla con gotas mínimas de confundidora penumbra; le pregunto a la luz adormecida si fue ella quien te esculpió orgullosa en la noche, con jirones calculados de ternura.

Llego a casa enrarecido, rídiculo, ensalitrado, como de vuelta de un naufragio imaginario. Me contentaría con odiarme por haberte visto, pero, en lugar de eso, me compadezco por saber que volvería a hacerlo.

sábado, 12 de julio de 2008

Televisión hodierna

Alguien dio un día con la denominación «caja tonta» para designar a ese democrático aparato que descansa, tentador, en las salas de estar de nuestras casas. A nadie escapa que el epíteto deja poco lugar para la duda, y no es precisamente halagador. La cosa iba muy en sintonía con la idea de Groucho, para quien, como se sabe, el aparato resultaba cultural: cada vez que se encendía, él aprovechaba para leer un buen libro.

Ocurre, sin embargo, que lo que parecía un saludable y aleccionador mote, ha quedado rápidamente pequeño e inapropiado. No se trata, hoy, de pasar por culto diciendo que uno no ve la televisión (o que no la ve apenas); lo que hoy está en juego es, ni más ni menos, salvarse del cretinismo a que conduce paulatinamente su contemplación.

He observado que el 95% de los programas que se emiten en la actualidad responden a dos tipos: los tendentes a la pornografía, de un lado, y los tendentes a lo snuff, del otro —los más audaces, a las dos cosas—. Lo que caracteriza, no obstante, a unos y otros es la búsqueda indisimulada del morbo. Dentro de esta pretensión, cabría hacer algunas distinciones en cuanto a la sutileza de unos y de otros, pero me interesa aquí constatar lo grueso. Es clara, pues, la consigna: epatar al televidente, despertar en él las más primitivas pulsiones, acertarle de pleno en la sensación, olvidar el raciocinio. En suma, volverle, si acaso no lo es ya, un cretino.

Claro que se necesita algo de ingenio para llevar a cabo, con éxito, esta deletérea misión. La televisión ha progresado mucho desde los culebrones clásicos. Hoy se estila el cebo permanente, la complicidad infecciosa entre programas, para conseguir que el espectador no pierda, casi en ningún momento, el hilo de aquello que quería ver finalmente, y que no es sino lo que iba a activarle el morbo de forma orgiástica. Es por esto por lo que conviene apagar el televisor lo antes posible —casi ni los anuncios dan tregua—, puesto que la debilidad del ser humano es comprensible por ingénita.

Dejaremos para otro momento la discusión del pretexto preferido de los sedicentes periodistas —puesto que sólo los que necesitan precisar que lo son hacen sospechar lo contrario—, a saber: «es lo que pide la gente». No me gustaría caer yo también en el morbo, pero bastaría recordar, a manera de introito, que también «pidieron» los alemanes a Hitler.

jueves, 10 de julio de 2008

Vivir

Creo haber llegado, desatento, leyendo en mis propias concavidades, a una conclusión metafísica: crecer, madurar, hacerse viejo, vivir, no es sino un cambio en la perspectiva. Y dicho cambio consiste, fundamentalmente, en el tránsito desde una visión despreocupada —o brujuleante entre lo que se estima como preocupaciones— hacia una percepción sumamente problemática de la propia existencia. (Décadas atrás, Dale Carnegie vino a sintetizar, con gran éxito, esto que digo, señalando dos hipocentros: el trabajo y la persona con quien compartir nuestra vida).

No sabría decir si el panorama, cuando uno se da cuenta de que hay que vivir y no sólo ir tirando, o ir muriendo, se ensancha o se oscurece. Lo cierto es que el tamiz numeroso de las complicaciones nos torna como en pesimistas accidentales, quizá calculadamente, por ver de recibir luego con mayor entusiasmo las alegrías que toda vida depara.

Así, pues, meditando sobre la necesidad de vivir propiamente, me sobrevienen saudades diversas, melancolías de lo por venir, y recuerdos que siempre encarnan en sonrisas extraviadas —porque la biografía se cuenta, con un cómputo cualitativo, por las mujeres a través de las cuales uno se vive a sí mismo—. Y es un fastidio reflexionarse soledoso, dado que viene a confirmarnos nuestra hipótesis de partida: somos un tembloroso conjunto de preocupaciones y problemas proyectados.

Vivamos: es el único remedio.

domingo, 6 de julio de 2008

Quejido fundamentado

Es notorio el hecho de que el español es maltratado con frecuencia, incluso por aquellos que más debieran esmerarse al usarlo. Nadie dice ya «les dije a mis padres» sino «le dije a mis padres», y el empleo incorrecto del verbo detentar es todavía empleo común. Éstos son sólo algunos ejemplos.

A pesar de todo, lo que uno menos se espera es que un gran periódico se salte las normas más rudimentarias para colocar un epígrafe muy a la moda de la ignorancia hodierna: «Gentes!». Vana parece que haya sido la labor de destacados paladines del idioma como Fernando Lázaro Carreter, Valentín García Yebra o el Marqués de Tamarón. Algunos, como diría el primero, siguen ternes en el abuso del lenguaje, del que se creen calificados novadores.

Yo, que me equivoco mucho por más que me esfuerzo, sé bien de lo que hablo. Pero lo peor es el riesgo creciente de que, hablando correctamente, no le entiendan a uno ni jota.

viernes, 4 de julio de 2008

Lo cotidiano

Me parece que conviene, como hábito existencial, esforzarse en las pequeñas cosas que los demás no ven. Claro que habrá que esmerarse en muchas otras, pero me interesa precisar aquí el denuedo habitual: ¿cómo labrarse una cotidianidad fructífera?

Laborar calladamente, mejorarse con vistas a dar mejor imagen. No contar los progresos sino haciendo que se noten, haciendo mientras se notan. Pero, ¿cómo se trabaja la personalidad a espaldas de los demás? ¿No es precisamente con ellos como verdaderamente mejoramos?

Lo que yo sé y siento es que mi imagen no varía; sólo adquiere tonalidades de sepia. Y todo lo que no mejora... empeora.

jueves, 3 de julio de 2008

Lo trágico

Pessoa tiene escrito en alguna parte algo así como que lo trágico de esta vida consiste, precisamente, en no poder ser trágicos. Y no podía tener más razón. Porque a uno, las cosas grandes no le dan para lo épico, del mismo modo que las malas no alcanzan dimensiones de tragedia. El resultado es una mediocre estabilidad, en palabras de Risto Mejide.

Sólo el hecho de que la reflexión acabe nombrando a este personaje da una idea de la idea que quería transmitir.

Pues eso.