sábado, 12 de julio de 2008

Televisión hodierna

Alguien dio un día con la denominación «caja tonta» para designar a ese democrático aparato que descansa, tentador, en las salas de estar de nuestras casas. A nadie escapa que el epíteto deja poco lugar para la duda, y no es precisamente halagador. La cosa iba muy en sintonía con la idea de Groucho, para quien, como se sabe, el aparato resultaba cultural: cada vez que se encendía, él aprovechaba para leer un buen libro.

Ocurre, sin embargo, que lo que parecía un saludable y aleccionador mote, ha quedado rápidamente pequeño e inapropiado. No se trata, hoy, de pasar por culto diciendo que uno no ve la televisión (o que no la ve apenas); lo que hoy está en juego es, ni más ni menos, salvarse del cretinismo a que conduce paulatinamente su contemplación.

He observado que el 95% de los programas que se emiten en la actualidad responden a dos tipos: los tendentes a la pornografía, de un lado, y los tendentes a lo snuff, del otro —los más audaces, a las dos cosas—. Lo que caracteriza, no obstante, a unos y otros es la búsqueda indisimulada del morbo. Dentro de esta pretensión, cabría hacer algunas distinciones en cuanto a la sutileza de unos y de otros, pero me interesa aquí constatar lo grueso. Es clara, pues, la consigna: epatar al televidente, despertar en él las más primitivas pulsiones, acertarle de pleno en la sensación, olvidar el raciocinio. En suma, volverle, si acaso no lo es ya, un cretino.

Claro que se necesita algo de ingenio para llevar a cabo, con éxito, esta deletérea misión. La televisión ha progresado mucho desde los culebrones clásicos. Hoy se estila el cebo permanente, la complicidad infecciosa entre programas, para conseguir que el espectador no pierda, casi en ningún momento, el hilo de aquello que quería ver finalmente, y que no es sino lo que iba a activarle el morbo de forma orgiástica. Es por esto por lo que conviene apagar el televisor lo antes posible —casi ni los anuncios dan tregua—, puesto que la debilidad del ser humano es comprensible por ingénita.

Dejaremos para otro momento la discusión del pretexto preferido de los sedicentes periodistas —puesto que sólo los que necesitan precisar que lo son hacen sospechar lo contrario—, a saber: «es lo que pide la gente». No me gustaría caer yo también en el morbo, pero bastaría recordar, a manera de introito, que también «pidieron» los alemanes a Hitler.

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