lunes, 17 de mayo de 2010

The usual thing

Back from my Economics exam, on which I had performed poorly, I managed to catch a glimpse of her gorgeous beauty as she entered the library. Momentary as it was, that heavenly vision sure felt like redemption. I mean, you should've seen her, gazing through her red, horn-rimmed glasses, giving away those painfully dishy smiles to almost anyone, no matter the extent of their brainlessness—as I was delighted to find out.

Usually I feel at ease in the library, my humblest soul surrounded by the thick peace of culture and all, but add feminine beauty and the equation turns deadly. Knowledge rapidly vanishes and all you're left with is an infinite yearning along with a moderate though noticeable blush—if you get to be as readily embarrassed as I am. I guess I could stop and think 'Well, given that some so-called professor doesn't leave me a choice but to master Karl Marx's afflictions in depth, I might as well have some fun.' Maybe so...But, depressingly enough, I seem to be better at Marx than I am at women, so I had to make do with an ancient, shabby German thinker instead of a gleefully sweet German brunette.

Much as I thought about it, I came to no solution but to secretly chase her and fake an encounter, then introduce myself, register her very much-known name, talk my usual nonsense and inevitably feel ashamed, dumb or disappointed—at the least. Small wonder that I stuck to the bearded, old-fashioned philosopher for so long that I nearly turned into a crappy, revolutionary bum.

martes, 11 de mayo de 2010

Iniciación

Entonces no podía sospechar que la destrucción no iba a limitarse a lo literario; estaba demasiado absorto en la gloria venidera, en la clave, al fin descubierta, que le permitiría superar el cotidiano laberinto de sus divagaciones para desembocar en la prosa desbrozada, incorrupta, pura. Su anhelo de decadencia ilimitada se satisfizo a eso de las ocho y media, cuando Claudia se sentó a la mesa del bar en el que la esperaba cada tarde. Segundos antes, percibió en su mirada un presagio vago de fatalidad, de causa indeterminable. Las primeras gotas de sudor hacía rato que se deslizaban por las sienes de Marcos, pues sospechaba que no iba a ser capaz de reproducir las palabras que tanto había ensayado. El espejo era un público fácil, pero ante el rostro de la mujer que amaba casi dolorosamente desde que entrevió su sonrisa en la cafetería de la Facultad hacía tres años —desde mucho antes, le gustaba decir a él, con tono solemne—, las dificultades se multiplicaban. Un solo vodka no bastaría, pero ya era tarde. Antes de que el miedo de ella se hiciera ostensible, se armó de valor y comenzó su declaración.

Alguna lágrima, desprendida a regañadientes por entre la incredulidad, un par de súplicas y un chirrido punzante, cuando ella se levantó de la silla con una firmeza que no tenía. Transcurrieron algunos minutos, no sabe cuántos, hasta que logró recomponer cada instante de aquel encuentro. Quizá media hora más tarde los colores volvieron a aparecérsele, difusos, como si no se ajustaran al espacio conocido del bar; las voces del resto de los clientes, la moneda que cae de la barra, el impacto del hielo en el vaso, el rumor rutinario del local, todo aquello se manifestó de nuevo con violencia, de vuelta de un naufragio inexplicable. Reconoció entonces la voz de Mark Knopfler en Sultans of Swing y se dio cuenta de que era una canción demasiado escuchada como para transmitirle gravedad al momento. No importa, ya cambiaría ese y otros detalles en su relato. Su representación iba a ser perfecta, después de tantos ensayos fallidos. Ahora que el amor de su vida se había desintegrado sin remisión, ahora que conocía el fragor íntimo que asediaba a los grandes escritores, según sospechaba, podría él también convertirse en uno. Una insondable tiniebla se arrellanó en su pecho, silenciosa y mortal. Los que habían sido hasta entonces los mejores capítulos de su biografía ardían en infinidad de diminutas hogueras tras las que se instalaba, curiosamente, una gelidez densa.

Cuando comenzó a escribir las primeras líneas la noche era ya ineludible, y algunos clientes no ocultaban su extrañeza ante aquel joven que manejaba el bolígrafo con maquinal destreza y los ojos serenamente anegados en lágrimas.