miércoles, 26 de noviembre de 2008

Piezas sueltas

7/6/2008
En tus retratos de última hora, en los que me distraigo de mí con el placer del abandono, creo haber descubierto un fenómeno distinto, dentro y fuera de la naturaleza. Por vez primera, ya estoy seguro, ha ocurrido el préstamo insólito de ser tu rostro el que ilumine al sol, para evitar así, sólo entre los dos, dejar la tarde a oscuras.


10/3/2007
El día de tu boda podría ser, quizá, mejor recordado por los asistentes si en efecto sonara la canción de esta tarde. Emocionaría sin duda a unos y a otros, a buen seguro contribuiría a reforzar la mágica solemnidad de la ocasión, constituiría un original y hermoso ornamento. Pero tales sensaciones habrían de ser experimentadas por los invitados, por tus familiares, por ti... Mas no por el novio. Porque existe un umbral más allá del cual la sensibilidad humana no acepta nuevos estímulos; hay un estadio desconocido en el que al caudal del alma no le es dado ensancharse y recoger todo cuanto hacia ella se dirige. Y en el instante en que el futuro esposo te viera aparecer en la iglesia, enjalbegada y radiante, en ese preciso segundo, la música dejaría de mecer sus oídos, como si en realidad hubiera cesado, y así los bancos se le antojarían desiertos y la estancia huera de todo fausto, pues del mismo modo que no puede hablarse en varios idiomas simultáneos, no es el hombre capaz de percibir tu rostro en el clímax de su resplandor y atender a un tiempo a razón distinta.

sábado, 8 de noviembre de 2008

Solicitud de baja

Quisiera unas vacaciones de mí, una distracción duradera de mi pensamiento, cercar mi yo mediante espesos valladares, perderme, al fin, de vista.

Ser diferente, verme desde otra parte, ser toda la alteridad que me rodea, sustanciarme en la irracionalidad del paisaje, convertirme en infinitud transitable, en sendero oculto donde repostara el tiempo. Ser destino sin viaje.

Sobre todo no ser ya lo que acostumbro, burlar la idea cartesiana y consistir en no pensar, ser el escenario inerte donde ocurre todo. Dejar que mi vida encarne en otros, que sean otros los figurantes que jamás sobresaldrán, y asistir yo al error de los que apuntan, al clímax de las tragedias, guarecido en la anónima paz de la inconsciencia.

Ser todo esto sin saber que lo soy, sin notarme huido de mí mismo: dejar, sin negligencia, que se confabulen en mi yo lejano todas las causas del cataclismo, y entonces...

lunes, 6 de octubre de 2008

A vueltas con el mercado

Según la moda, dos son las posiciones que uno puede tomar frente al capitalismo (léase también la globalización, o el funcionamiento intuido de la economía tal y como está el mundo): por una parte, la cautela, que aconseja desconfiar siempre del mercado y precaverse frente a él a través de su regulación, bien estatal, bien internacional, etc.; por otra, la confianza irrestricta en sus leyes autónomas, desechando cualquier atisbo de intervención pública y abogando, en consecuencia, por la más o menos pronta desaparición del Estado.

En el estado de cosas actual, no resulta difícil suscribir rápida e instintivamente la primera de dichas opciones, toda vez que, como parece, la excesiva confianza en el mercado lleva a periódicas crisis de variable gravedad (amén de incrementar las desigualdades entre los países pobres y los ricos y generar, en todos ellos, puestos de trabajo precarios). Los partidarios de esta percepción serían los economistas «críticos»; los de la segunda, los preconizadores del «neoliberalismo», «neoconservadurismo», «ultraliberalismo» o, más llanamente, del «capitalismo salvaje». Esta última tendencia sería la dominante en países como Estados Unidos, origen, como se sabe, de la crisis financiera internacional y prueba irrefutable de la inconsistencia e ingénita perversidad del mercado.

Esta simplicación maniquea resulta de suma utilidad, en la medida en que permite trasladar la responsabilidad de unos y otros a una entidad abstracta, como es el mercado, bien de forma directa, bien a través de sus más sobresalientes representantes, artífices del desastre: la banca financiera americana —pero ¿qué hay de los ahorradores que corrieron riesgos por ellos inasumibles?—. Es menester resaltar que, incluso así, los designados culpables no sólo no son severamente reprendidos, sino que son rescatados a fin de evitar un colapso mayor.

Todo esto es, en buena medida, lo que la mayor parte de la gente ha colegido de la situación actual, a instancias de los medios de comunicación y de los políticos (de diverso signo), y apremiados por los efectos que tan lamentable y duramente está ocasionando la crisis. Y cabría resumirlo, más aún, en el siguiente corolario: nuevamente, el Estado nos ha salvado del mercado.

Ante semejante exégesis, se hace poco menos que imposible rectificar la división primordial entre partidarios y detractores del mercado, en la que se anula o se asimila erróneamente cualquier consideración acerca del liberalismo, que es cosa distinta de las expuestas, y toda una filosofía política. Los liberales, no obstante, estamos muy acostumbrados a la preterición y a la incomprensión; el liberalismo es modesto en sus fines, y concentra sus esfuerzos en demostrar la importancia máxima de un valor en apariencia poco impresionante: la libertad.

El problema, más serio que este desconocimiento en ocasiones interesado, consiste en el diagnóstico inmediato de la crisis, que dicho desconocimiento no hace sino reforzar. La explicación maniquea mencionada conduce casi automáticamente a imputar toda la responsabilidad a la iniciativa privada, con lo que, también de manera instantánea, se logra eximir de toda culpa a los políticos. Éste es el riesgo que me propongo denunciar: la crítica, razonable y respetable, de lo que se entiende por el mercado no debe hacernos perder de vista la fiscalización del Estado, de sus gobernantes, quienes ostentan en exclusiva el monopolio de la coacción. Y es que una interpretación a la ligera nos distrae de ese tan saludable hábito inspirador del liberalismo: el recelo del poder.

Porque, ¿quién se ha ocupado de revisar y comprobar, por ejemplo, la efectividad de la regulación ya existente? ¿Cuántos han percibido la conveniencia de analizar los pasos que, en la legislación de que hablamos, se han dado en los últimos diez o quince años? ¿No aportaría esto una mayor luz, no eliminaría más sombras? Examínese, por tanto, la actuación de unos y otros. Revísense políticas y actuaciones privadas, rastréense —sin las albardas de la ideología— las causas que han llevado a la situación que hoy padecemos. Pues sólo si somos exhaustivos y no excluimos de antemano a una parte de los intervinientes, podremos evitar cometer los mismos errores en el futuro.

miércoles, 24 de septiembre de 2008

Queja de marítima inclemencia

Esa nocturna furia en que consiste la extensión del recuerdo.

J. M. Caballero Bonald


Pasan las horas como valles profusos de maleza, siempre quieta pero siempre punzante, me pierdo en los mil pliegues de esta selva saudosa y cotidiana, y me pregunto entonces en qué brazos encuentras tu hogar y tu refugio, qué se hizo de la senda que antes llevaba a tu boca mullida de secretos, quién coloniza la tibieza de tu piel infinita y surta.

Sé bien la respuesta, pero inquiero a la luna encolerizado, increpo su pasividad altanera y luminosa —bombilla en el desahucio—: por qué no surcan ya tus manos dibujantes este pecho convertido en páramo, qué sombras adumbran la comisura entera de tu cuerpo, qué sabanas prenden con tu candor de diablesa herida, quién es el que me tiene blandiendo estas palabras desnortadas, mi verdugo inaprehensible, mi huésped del velorio.

Tan sólo el recuerdo macilento, con su obstinado fragor y su vestigio de versos inéditos, su prontuario de anhelantes sombras femeninas, que se agolpan en las inmediaciones de mi llaga intemporal.

Siempre el mismo rival, quien me abate y me revive, a saber en qué medida.

domingo, 17 de agosto de 2008

De veranos otros

Bellos de un verano o de las vacaciones de un verano, cuando los veranos eran años enteros y acababan siempre en la catástrofe de la escuela y el olvido. Son esos jóvenes que inflaman las calles con la hinchazón de su pecho, rebosante de energías y objetivos grandiosos, inmediatos, traviesos. Tardes que quieren prolongarse hasta ponerse el sol, para seguir desafiando a los diversos órdenes en patinete, burlando las horas, dejando atrás el tiempo por vivir de hecho más rápido que el tiempo, y las chicas. Siempre las chicas.

Son cuerpos in the making, relucientes de feroz imperfección pero intocables, orgullosos de ser ya lo que son, ansiando ser ya lo que serán años más tarde —ah, la dolorosa ingenuidad—. Los inseguros se agrupan en brigadas, quieren experimentar con el miedo que otros infunden en las películas, humillar al peligro con la jerga mafiosa de la pandilla. Lo que quieren es impresionarse a sí mismos (y que otras los vean). Disfrutan una libertad de temporada, el estío fuera de la familia, y sienten remordimientos, también imberbes, por pretender dirimir el mundo todo con tardes futboleras. Tienen ganas de ellas, sin saber bien qué son ellas. (Al mismo tiempo, las chicas disimulan aparentando saber qué es lo que quieren, adónde las llevará su colosal atractivo primerizo. Se adornan con el tumulto de sus transiciones, y con el desconcierto de ellos, aumentándolo. Comienza el desacompasado baile de los sexos, pródigo en pisotones).

Aunque hay también las uniones precoces, esas parejas que suscitan la melancolía difusa de un tiempo perdido —su tiempo, tan ajeno— que jamás recuperaremos porque jamás vivimos. Las parejas incipientes que viven en su tiempo dilatado amores de delicada imperfección. Alcanzan, en su convulsa burbuja estival, la plena perfección de su amor imperfecto y la guardan y exhiben con celo. Es otra, su rebeldía —exitosa—, y se entretienen en el descubrimiento de sus cuerpos urgentes, que obnubila más cuanto mayores son las precauciones y los pudores.

Todos ellos, los bellos paladines de su tiempo, los reyes y las reinas del despertar de la vida al instinto, le ponen un bordón de virulencia al poema desvencijado del verano.

martes, 5 de agosto de 2008

Gilda o la conquista de antaño

Quizá una de las más enojosas características de nuestro tiempo consista en la terquedad del hombre a la hora de asumir su condición de potencial conquistador. (No hablaremos aquí de esos avezados a los que les resultaría superfluo ese «potencial» a la hora de valorarse a sí mismos, agraviando nuevamente a la inteligencia con la arrogancia).

Ciertamente, el hecho de que se importen programas de televisión en los que un grupo de cándidas jovenzuelas aspiran, mediante la concertación de citas públicas, a ganarse el favor de charranes de segunda clase, es un síntoma espantable. Pero podríamos consolarnos con que, a fin de cuentas, se trata del caso extremo. (Extremo había de ser: ¿cómo si no iba a lograr su hueco en la agenda televisiva?).

Dejando a un lado las envilecidas pantallas (y a sus envilecidos videntes), me resulta terrible tener que recordar en este pedazo de insignificancia virtual que no existen los seductores/conquistadores. Lo que hay, en todo caso y en abundancia, son los embaucadores y las víctimas de embaucamiento. Pero eso, como se ve, carece de toda elegancia y no merece otros términos.

Pues siempre es el hombre el conquistado. Esta verdad umbraliana está resultando, por lo visto, muy difícil de digerir, y generando por doquier pretensiones ridículas y pantomimas grotescas. El hombre, cuando exluimos lo instintivo —o, mejor dicho, los encuentros en los que prevalece el instinto y no la intelección—, se encuentra siempre, por razones que tienen que ver también con la elegancia, a merced de la mujer. Por más que las apariencias puedan apuntar hacia lo contrario, la belleza, la seducción, el drama en suma, se origina en la pretendida y la aureola. Y ese halo encantador comienza a irradiar, hasta embriagarlo, al conquistado. Y ahí empieza, con graciosa ingenuidad, todo el follón. Éste es el mecanismo, por más que los asediadores no cejen en su empeño.

Todo esto se ve muy bien en Gilda, donde Glenn Ford, pese a atesorar una elegancia que ya quisieran para sí los «machos alfa», nos transmite su feroz angustia a pesar de su gallardía; su severidad aumenta en proporción inversa a su entereza. Este clímax llega con la celebérrima bofetada a Rita Hayworth, en la que los horteras del «machete» se apresuran a vislumbrar el éxito, la voz de mando, la restauración de la justicia. Se olvida que quien abofetea ha sido mil veces agredido interiormente y es un hombre desesperado y desolado.

Casi simultáneamente a esta constatación tan bien ilustrada, el filme nos da la razón y explica el derrumbe. Todo el casino mira embelesado antes que excitado a Gilda, que canta y baila magistralmente su Put the blame on mame, enamorando forzosamente a propios y a extraños. No es, por tanto, Glenn Ford quien atrae todas las miradas mientras se desprende sensualmente de un guante negro, ni su sonrisa la que casi duele al contemplarla. Es Gilda la que ha puesto un broche de numerosos quilates a todo ese vaivén de claudicaciones en las que gana el amor y gana el cine.

En los antípodas policromos de nuestro siglo XXI no escasean las musas, pero disminuye en forma escandalosa el talento de los aspirantes, y prima el guion de los seriales y los realities. Es el resurgimiento del instinto y de la caza, que parece hacernos cada vez más apropiados para protagonizar, en horroroso detrimento de los dramas refinados, documentales de National Geographic.

sábado, 26 de julio de 2008

Extravío largo

Esta idea recurrente, que como casi todo en mí suele adquirir forma melancólica, no sé si es la misma que atormentaba o fascinaba a Ricky Fitts en American Beauty. Puede ser, incluso, que no tenga nada que ver, pero me extrañaría que así fuera. Dije idea, pero quizá hubiera sido mejor decir sensación, o reflexión acerca de la sensación, pues es en lo sentimental donde anida el objeto de esta nota, y sólo se eleva pobremente hacia el intelecto mediante la meditación (lastimera).

La belleza se me escapa. Tal es la dolorosa percepción de la que quiero hablar hoy. Ahora bien, ¿qué belleza? ¿Es que pretendo hablar de la Belleza, con mayúscula, como Idea platónica? ¿Es la belleza de las cosas, la anónima belleza de un paisaje?

Digamos que algo hay, algo de vanidad filosófica, en lo que quiero decir. Lo que denuncio ante la pantalla en blanco —víctima azarosa, pues nadie salvo yo puede tener culpa en todo esto—, es que la poca belleza que tuve y la mucha que he visto desfilar, a veces muy de cerca, se me ha perdido ya, o se me desperdiga en confusos hilvanes, a cada paso, en los intersticios del tiempo y de la retina. No es sólo de la mujer de lo que hablo, sino de la mujer como belleza, como origen de arte, como muestra cotidiana y acuciante de que hay belleza en este mundo. Hablo de la mujer como condición y como excusa para ratificar la idoneidad de la vida.

Mucha de la angustia (ciertamente freudiana) que me mueve a escribir esto ahora, tiene una relación directa con el simple paso del tiempo —«ese sempiterno desencantador que es el tiempo»—. El tiempo en cuanto que envejecimiento, doblemente heridor puesto que nos arrebata progresiva pero firmemente nuestra belleza y la de nuestro alrededor, al mismo tiempo que nos hace más sensibles a su pérdida. Así, la belleza del primer beso, por ejemplo, una belleza demasiado joven, demasiado vieja, tan difícil de determinar ahora, pensándola, recreándola; e imposible volver a experimentarla. (La terrible conciencia de los besos primeros que se dan dondequiera, ajenos a nosotros, por siempre inaprehensibles). O la misteriosa belleza de la adolescencia, tránsito agreste, páramo convulso de atracciones y desconciertos.

También las bellezas concretas, físicas, en mujeres que pasan de largo o se quedan un rato en nuestra biografía, con cualquier excusa —excusa a cuya creación, a veces de la nada, contribuimos con esfuerzo—; musas de un mes o de un instante, que recogemos con la parcialidad crudelísima de una mirada asimétrica (la nuestra sólo, no correspondida) y aquilatamos como un destello único del sol del día.

¡Cuántos amores he querido construir de veras y cuántos he soñado vivir, sólo a partir de una sonrisa fotografiada furtivamente con la cámara de la sensación! ¡Cuántas historias, pues, he perdido al no hacer realidad ninguna de ellas! (Esta pérdida, que no sé si es real o es fingida, se me antoja, sin embargo, tan plena, que no se ajusta a la «hecatombe de posibles» bergsoniana, pues a menudo parece que barajamos imposibles).

Todo esto se me pierde, incluso ahora, por entre las teclas inexpertas. Ni siquiera puede mantenerse la belleza del anhelo, porque de nuevo el tiempo le va añadiendo odiosas connotaciones, desprendiéndole lo ideal y afianzando lo violento, quedando la añoranza en mera excitación. Se pierde a un tiempo la belleza y la capacidad cierta de sentirla. Queda el rescoldo —acaso una imagen cenicienta— y la angustia inconexa. Como un álbum de antiguas fotografías, reveladas cada día.


(Coda: «He vivido como si estuviera ciego. Como ciego. Hoy he comprendido por primera vez que existe la belleza. Y que se me ha escapado». Jakub, personaje de La despedida, de Milan Kundera [trad. de Fernando de Valenzuela]).

domingo, 20 de julio de 2008

La timidez, sospechosa

En su maravilloso Libro del desasosiego, Fernando Pessoa habla muy brevemente de la timidez, y, para mi sorpresa, la relaciona estrechamente con... ¡el orgullo! (Sé que este blog no ha llegado a la pubertad y ya contiene dos referencias al genio lisboeta, quizá pecando de monotonía, pero se le mencionará las veces que considere necesario, porque él lo valía).

Pues bien, por lo visto, la timidez vendría a surgir de la incomodidad que nos produce mostrarnos ante los otros, temiendo que piensen que somos peores de lo que en realidad somos. Es un pudor, virulencias aparte, nacido del orgullo, protector de la autoestima, no sé. (Huelga decir que los tímidos, para mí, no son aquellos que así se declaran «aunque no lo parezca». Porque ser tímido es, ante todo, un parecerlo, y acaso esté ahí la clave: lo que hay, primeramente, en el retraído es una apariencia de distanciamiento forzado o forzoso, que no tiene por qué corresponderse con el sentimiento de esa lejanía. Se es tímido, fundamentalmente y con mayor violencia, al principio, cuando sólo la apariencia ha entrado en escena).

De modo que, cuando rehúyo entrar en según qué bares estridentes, en compañía de personas que desconozco, tengo que pararme a reflexionar si soy yo el inadaptado o son los otros, presas de mi orgullosa reserva. Todo esto estaría muy bien si uno llevara con mayor elegancia los hábitos de la soledad, y pudiera entrar, como en un filme, sentarse a la barra con un ejemplar de El ser y la nada bajo el brazo, y pedir un whisky doble, con hielo, como si tal cosa. Podría uno, tirando del hilo cinematográfico, congregar las miradas de jóvenes estudiantes de ingeniería, que sintieran un vivo impulso por adentrarse en la letra sartriana —valga el ejemplo— de la mano de un conocedor independiente y nocherniego. (Menos mal que Fernando Savater nos advirtió recientemente de que los filósofos tienen un siniestro récord de castidad, parece que no deseada en absoluto).

Pues no termino de aclararme con la prosa sublime de Pessoa, tal vez porque, en realidad, me gusta mucho lo que dice por cómo lo dice. Supongo que, al final, todo es cuestión de estilo.

domingo, 13 de julio de 2008

Extravío breve

Tu opacidad no tuvo nunca que ver con los destellos de oscuridad que te circundan, aleteando en la noche, iluminando en negro tus devaneos remunerados. Siempre te me presentaste con una vulnerabilidad velada, desenfocada de ti misma, adumbrada en exceso. Pero ese misterio huidizo, este hondón de noche que te aureola en lo callado, no tuvo nunca la virtud de la fascinación. Sólo temor entre sonrisas que venían siempre a cuento de no sé qué.

Vas y vienes, y hay un torpor del aire que, una vez más, me impide descifrarte. Vas y vienes, al compás de la noche, alternada entre impulsos de un latido impersonal y arcano, y entre los dos construimos un rimero de palabras inútiles, vacías incluso de su propia banalidad. (Eso hemos hecho siempre: amontonar oquedades cariñosamente).

Me pregunto si los otros, en quienes te diseminas en vértigos de alcoholes diversos, adivinan en ti ese rocío ignoto, esa extrañeza que te perla con gotas mínimas de confundidora penumbra; le pregunto a la luz adormecida si fue ella quien te esculpió orgullosa en la noche, con jirones calculados de ternura.

Llego a casa enrarecido, rídiculo, ensalitrado, como de vuelta de un naufragio imaginario. Me contentaría con odiarme por haberte visto, pero, en lugar de eso, me compadezco por saber que volvería a hacerlo.

sábado, 12 de julio de 2008

Televisión hodierna

Alguien dio un día con la denominación «caja tonta» para designar a ese democrático aparato que descansa, tentador, en las salas de estar de nuestras casas. A nadie escapa que el epíteto deja poco lugar para la duda, y no es precisamente halagador. La cosa iba muy en sintonía con la idea de Groucho, para quien, como se sabe, el aparato resultaba cultural: cada vez que se encendía, él aprovechaba para leer un buen libro.

Ocurre, sin embargo, que lo que parecía un saludable y aleccionador mote, ha quedado rápidamente pequeño e inapropiado. No se trata, hoy, de pasar por culto diciendo que uno no ve la televisión (o que no la ve apenas); lo que hoy está en juego es, ni más ni menos, salvarse del cretinismo a que conduce paulatinamente su contemplación.

He observado que el 95% de los programas que se emiten en la actualidad responden a dos tipos: los tendentes a la pornografía, de un lado, y los tendentes a lo snuff, del otro —los más audaces, a las dos cosas—. Lo que caracteriza, no obstante, a unos y otros es la búsqueda indisimulada del morbo. Dentro de esta pretensión, cabría hacer algunas distinciones en cuanto a la sutileza de unos y de otros, pero me interesa aquí constatar lo grueso. Es clara, pues, la consigna: epatar al televidente, despertar en él las más primitivas pulsiones, acertarle de pleno en la sensación, olvidar el raciocinio. En suma, volverle, si acaso no lo es ya, un cretino.

Claro que se necesita algo de ingenio para llevar a cabo, con éxito, esta deletérea misión. La televisión ha progresado mucho desde los culebrones clásicos. Hoy se estila el cebo permanente, la complicidad infecciosa entre programas, para conseguir que el espectador no pierda, casi en ningún momento, el hilo de aquello que quería ver finalmente, y que no es sino lo que iba a activarle el morbo de forma orgiástica. Es por esto por lo que conviene apagar el televisor lo antes posible —casi ni los anuncios dan tregua—, puesto que la debilidad del ser humano es comprensible por ingénita.

Dejaremos para otro momento la discusión del pretexto preferido de los sedicentes periodistas —puesto que sólo los que necesitan precisar que lo son hacen sospechar lo contrario—, a saber: «es lo que pide la gente». No me gustaría caer yo también en el morbo, pero bastaría recordar, a manera de introito, que también «pidieron» los alemanes a Hitler.

jueves, 10 de julio de 2008

Vivir

Creo haber llegado, desatento, leyendo en mis propias concavidades, a una conclusión metafísica: crecer, madurar, hacerse viejo, vivir, no es sino un cambio en la perspectiva. Y dicho cambio consiste, fundamentalmente, en el tránsito desde una visión despreocupada —o brujuleante entre lo que se estima como preocupaciones— hacia una percepción sumamente problemática de la propia existencia. (Décadas atrás, Dale Carnegie vino a sintetizar, con gran éxito, esto que digo, señalando dos hipocentros: el trabajo y la persona con quien compartir nuestra vida).

No sabría decir si el panorama, cuando uno se da cuenta de que hay que vivir y no sólo ir tirando, o ir muriendo, se ensancha o se oscurece. Lo cierto es que el tamiz numeroso de las complicaciones nos torna como en pesimistas accidentales, quizá calculadamente, por ver de recibir luego con mayor entusiasmo las alegrías que toda vida depara.

Así, pues, meditando sobre la necesidad de vivir propiamente, me sobrevienen saudades diversas, melancolías de lo por venir, y recuerdos que siempre encarnan en sonrisas extraviadas —porque la biografía se cuenta, con un cómputo cualitativo, por las mujeres a través de las cuales uno se vive a sí mismo—. Y es un fastidio reflexionarse soledoso, dado que viene a confirmarnos nuestra hipótesis de partida: somos un tembloroso conjunto de preocupaciones y problemas proyectados.

Vivamos: es el único remedio.

domingo, 6 de julio de 2008

Quejido fundamentado

Es notorio el hecho de que el español es maltratado con frecuencia, incluso por aquellos que más debieran esmerarse al usarlo. Nadie dice ya «les dije a mis padres» sino «le dije a mis padres», y el empleo incorrecto del verbo detentar es todavía empleo común. Éstos son sólo algunos ejemplos.

A pesar de todo, lo que uno menos se espera es que un gran periódico se salte las normas más rudimentarias para colocar un epígrafe muy a la moda de la ignorancia hodierna: «Gentes!». Vana parece que haya sido la labor de destacados paladines del idioma como Fernando Lázaro Carreter, Valentín García Yebra o el Marqués de Tamarón. Algunos, como diría el primero, siguen ternes en el abuso del lenguaje, del que se creen calificados novadores.

Yo, que me equivoco mucho por más que me esfuerzo, sé bien de lo que hablo. Pero lo peor es el riesgo creciente de que, hablando correctamente, no le entiendan a uno ni jota.

viernes, 4 de julio de 2008

Lo cotidiano

Me parece que conviene, como hábito existencial, esforzarse en las pequeñas cosas que los demás no ven. Claro que habrá que esmerarse en muchas otras, pero me interesa precisar aquí el denuedo habitual: ¿cómo labrarse una cotidianidad fructífera?

Laborar calladamente, mejorarse con vistas a dar mejor imagen. No contar los progresos sino haciendo que se noten, haciendo mientras se notan. Pero, ¿cómo se trabaja la personalidad a espaldas de los demás? ¿No es precisamente con ellos como verdaderamente mejoramos?

Lo que yo sé y siento es que mi imagen no varía; sólo adquiere tonalidades de sepia. Y todo lo que no mejora... empeora.

jueves, 3 de julio de 2008

Lo trágico

Pessoa tiene escrito en alguna parte algo así como que lo trágico de esta vida consiste, precisamente, en no poder ser trágicos. Y no podía tener más razón. Porque a uno, las cosas grandes no le dan para lo épico, del mismo modo que las malas no alcanzan dimensiones de tragedia. El resultado es una mediocre estabilidad, en palabras de Risto Mejide.

Sólo el hecho de que la reflexión acabe nombrando a este personaje da una idea de la idea que quería transmitir.

Pues eso.

martes, 3 de junio de 2008

A una bibliotecaria construida

Quizá soy yo el único, quizá nadie más sabe que en tus paseos, esas agilísimas travesías profesionales, no haces otra cosa que ir sembrando un caos imprescindible y placentero. Tu ordenación de los libros, esa sumisión que te dispersa en veredas de cultura, no es sino un desbaratamiento, una conmoción necesitada, un revolver la estanqueidad adormecida de la biblioteca.

Y de esa quietud violenta me desprendo invisible cuando reparo en tus urgidas irrupciones, bajando una escalera como un río, soleando los pasillos con la ignición de tus pisadas.

Todo esto, ya digo, es probable que yo sólo lo vea, pues me hallo flanqueado por sesudos admiradores de lo fatuo. Son aquellos tristes lectores, idólatras de la apariencia, de lo aparente, ocultos tras un nombre que no es suyo pero en el cual se reconocen —su gran firma— y amansan, ostentándolo con impudicia. Lo suyo es una manía nominal y maquinal, rutinaria; es la deificación de lo superfluo, tomándolo por lo vital.

No me ven, sentado en sus proximidades, cultivar otra persecución parecida por lo intrusa, otro afán de las palabras, otra representación que me prestigie. La diferencia es que yo tengo aún la inmensa ansia de ser quien escriba mis palabras, de confeccionar con ellas la bandera singular de mi lenguaje. (En estas cosas pienso cuando no ando rastreando tu nombre, que ignoro, por las estrías que vas dejando en la tarde callada del estudio). Soy, sí, otro esteta, un admirador de la belleza, de tu belleza, y quisiera escribirte aquí como una rosa, dibujarte no con precisos trazos, sino con palabras bellas. Porque de nada sirve pintar la flor que contemplamos: ésa ya nos la da tal cual la naturaleza. Lo que yo busco es escribir la rosa recreándola, no como evocación, sino volviéndola a crear más viva, con un rojo irreal de tan buscado. Plasmar la rosa que no existe más fragante, más punzante. Brindarte la rosa como ofrenda que cabe en un infolio.


Soy un horticultor de tus detalles, y voy haciendo poco a poco, en mi jardín de prosa, la floresta insólita de tus fotografías. Me fijo en cómo vas y vienes de la sala de préstamo, como una ola tibia y vertiginosa, recolocando libros como piezas de un paisaje desde el que te miro en tus labores. Y vas salando minuciosamente cada hueco con la salazón de tu presteza; dejas, en cada balda, una orfandad de libros que te extrañan, y algunos vuelven secretamente al carro quejumbroso del reparto, a tu caos metódico y precioso.

Aquí, aunque de espaldas a tu estancia, hay una suerte de reflejo que discurre por el aire, una señal plateada como un rayo que me avisa de que vienes, o me hace ver que yo te busco. Y puedo imaginar tu charla allá, cobijada tras la mesa, puedo mirar sin ver el color de tu sonrisa y percibir cómo la cotidianidad te observa, alzada en la ventana o en un resquicio de sol.

Es este tráfico de libros lo que te me hace más hermosa, y tengo para mí que, por debajo de la materialidad de esos libros naufragados, en otro orden olvidado de las cosas, también caminas devolviendo el sosiego a mis estantes, clasificando mi alma en sus volúmenes, creando literatura, inflamando —antorcha rubicunda de tu pelo— de palabras mis sentidos, sugiriéndome todo esto que te escribo.

domingo, 2 de marzo de 2008

Sobre la multiplicidad de las izquierdas

La izquierda, al menos y particularmente hoy en día, no puede definirse de una manera unívoca con relación a presupuestos teóricos concretos y estables. Ello es debido a que, a lo largo del siglo pasado, especialmente en sus dos últimas décadas, el gran filón doctrinal común de la izquierda ha ido perdiendo forzosamente su vigencia hasta convertirse, de principio vertebrador y punto de partida del análisis de la realidad social, en un mero aderezo, si no en un simple vestigio. Esta evolución, claro está, no ha sido ni inmediata ni indolora, y algunos sectores trasnochados parecen no haber tomado nota todavía de lo acontecido el siglo pasado.

En este estado de cosas, la izquierda debió prescindir, si pretendía concitar en torno a ella un número razonable de votos, del comunismo y del socialismo, abrazando una suerte de conciliación entre estos últimos y la democracia liberal. Cabe referirse a esta postura intermedia (ciertamente, y para alivio de todos, mucho más cercana al liberalismo político que a los postulados marxistas) como socialdemocracia. Dentro de esta gran rama, la única soluble en una democracia, la teoría política de izquierdas ha diseñado diversas matizaciones que, en principio, no pueden compararse en profundidad con los grandes sistemas teóricos del pasado. Así, oímos hablar frecuentemente de la democracia participativa, en la que el diálogo jugaría un papel central en las obras de Jürgen Habermas; del republicanismo cívico de Philip Pettit, quien también enfatiza la involucración del individuo en la gestión de los hechos públicos; la teoría de la justicia del «liberal» John Rawls o las ideas sobre la libertad sujeta a la igualdad de oportunidades del premio Nobel de Economía Amartya Sen, entre otras muchas aportaciones.

Pero ¿qué podemos encontrar en el mercado de las ideas asociadas a la izquierda o al progresismo, cuya plena compatibilidad con la democracia liberal no está asegurada? Los planteamientos antiglobalización, el ecologismo, el multiculturalismo, el pacifismo, el antiimperialismo (estadounidense) o los nacionalismos «identitarios», son algunos de los vástagos de la izquierda ideológica, si bien es verdad que el nivel de elaboración teórica de cada uno es muy diferente (aunque bajo en la media), como también hay grandes diferencias en las consecuencias que se derivarían de la aplicación concreta de cada una de estas visiones del mundo. Creo que, quien más, quien menos se da una idea aproximada de lo que significa grosso modo cada una de estas vertientes. Descender a los detalles requeriría mucho tiempo por mi parte y excesiva paciencia por la vuestra.

Con todo esto no he pretendido sino trazar un pequeño, y no exhaustivo, mapa de lo que la palabra izquierda puede llevar y a menudo lleva aparejada en este incipiente siglo XXI. (Tampoco es mi saber tan grande como para haberlo hecho mucho mejor, por cierto...).