domingo, 17 de agosto de 2008

De veranos otros

Bellos de un verano o de las vacaciones de un verano, cuando los veranos eran años enteros y acababan siempre en la catástrofe de la escuela y el olvido. Son esos jóvenes que inflaman las calles con la hinchazón de su pecho, rebosante de energías y objetivos grandiosos, inmediatos, traviesos. Tardes que quieren prolongarse hasta ponerse el sol, para seguir desafiando a los diversos órdenes en patinete, burlando las horas, dejando atrás el tiempo por vivir de hecho más rápido que el tiempo, y las chicas. Siempre las chicas.

Son cuerpos in the making, relucientes de feroz imperfección pero intocables, orgullosos de ser ya lo que son, ansiando ser ya lo que serán años más tarde —ah, la dolorosa ingenuidad—. Los inseguros se agrupan en brigadas, quieren experimentar con el miedo que otros infunden en las películas, humillar al peligro con la jerga mafiosa de la pandilla. Lo que quieren es impresionarse a sí mismos (y que otras los vean). Disfrutan una libertad de temporada, el estío fuera de la familia, y sienten remordimientos, también imberbes, por pretender dirimir el mundo todo con tardes futboleras. Tienen ganas de ellas, sin saber bien qué son ellas. (Al mismo tiempo, las chicas disimulan aparentando saber qué es lo que quieren, adónde las llevará su colosal atractivo primerizo. Se adornan con el tumulto de sus transiciones, y con el desconcierto de ellos, aumentándolo. Comienza el desacompasado baile de los sexos, pródigo en pisotones).

Aunque hay también las uniones precoces, esas parejas que suscitan la melancolía difusa de un tiempo perdido —su tiempo, tan ajeno— que jamás recuperaremos porque jamás vivimos. Las parejas incipientes que viven en su tiempo dilatado amores de delicada imperfección. Alcanzan, en su convulsa burbuja estival, la plena perfección de su amor imperfecto y la guardan y exhiben con celo. Es otra, su rebeldía —exitosa—, y se entretienen en el descubrimiento de sus cuerpos urgentes, que obnubila más cuanto mayores son las precauciones y los pudores.

Todos ellos, los bellos paladines de su tiempo, los reyes y las reinas del despertar de la vida al instinto, le ponen un bordón de virulencia al poema desvencijado del verano.

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