martes, 5 de agosto de 2008

Gilda o la conquista de antaño

Quizá una de las más enojosas características de nuestro tiempo consista en la terquedad del hombre a la hora de asumir su condición de potencial conquistador. (No hablaremos aquí de esos avezados a los que les resultaría superfluo ese «potencial» a la hora de valorarse a sí mismos, agraviando nuevamente a la inteligencia con la arrogancia).

Ciertamente, el hecho de que se importen programas de televisión en los que un grupo de cándidas jovenzuelas aspiran, mediante la concertación de citas públicas, a ganarse el favor de charranes de segunda clase, es un síntoma espantable. Pero podríamos consolarnos con que, a fin de cuentas, se trata del caso extremo. (Extremo había de ser: ¿cómo si no iba a lograr su hueco en la agenda televisiva?).

Dejando a un lado las envilecidas pantallas (y a sus envilecidos videntes), me resulta terrible tener que recordar en este pedazo de insignificancia virtual que no existen los seductores/conquistadores. Lo que hay, en todo caso y en abundancia, son los embaucadores y las víctimas de embaucamiento. Pero eso, como se ve, carece de toda elegancia y no merece otros términos.

Pues siempre es el hombre el conquistado. Esta verdad umbraliana está resultando, por lo visto, muy difícil de digerir, y generando por doquier pretensiones ridículas y pantomimas grotescas. El hombre, cuando exluimos lo instintivo —o, mejor dicho, los encuentros en los que prevalece el instinto y no la intelección—, se encuentra siempre, por razones que tienen que ver también con la elegancia, a merced de la mujer. Por más que las apariencias puedan apuntar hacia lo contrario, la belleza, la seducción, el drama en suma, se origina en la pretendida y la aureola. Y ese halo encantador comienza a irradiar, hasta embriagarlo, al conquistado. Y ahí empieza, con graciosa ingenuidad, todo el follón. Éste es el mecanismo, por más que los asediadores no cejen en su empeño.

Todo esto se ve muy bien en Gilda, donde Glenn Ford, pese a atesorar una elegancia que ya quisieran para sí los «machos alfa», nos transmite su feroz angustia a pesar de su gallardía; su severidad aumenta en proporción inversa a su entereza. Este clímax llega con la celebérrima bofetada a Rita Hayworth, en la que los horteras del «machete» se apresuran a vislumbrar el éxito, la voz de mando, la restauración de la justicia. Se olvida que quien abofetea ha sido mil veces agredido interiormente y es un hombre desesperado y desolado.

Casi simultáneamente a esta constatación tan bien ilustrada, el filme nos da la razón y explica el derrumbe. Todo el casino mira embelesado antes que excitado a Gilda, que canta y baila magistralmente su Put the blame on mame, enamorando forzosamente a propios y a extraños. No es, por tanto, Glenn Ford quien atrae todas las miradas mientras se desprende sensualmente de un guante negro, ni su sonrisa la que casi duele al contemplarla. Es Gilda la que ha puesto un broche de numerosos quilates a todo ese vaivén de claudicaciones en las que gana el amor y gana el cine.

En los antípodas policromos de nuestro siglo XXI no escasean las musas, pero disminuye en forma escandalosa el talento de los aspirantes, y prima el guion de los seriales y los realities. Es el resurgimiento del instinto y de la caza, que parece hacernos cada vez más apropiados para protagonizar, en horroroso detrimento de los dramas refinados, documentales de National Geographic.

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