lunes, 6 de octubre de 2008

A vueltas con el mercado

Según la moda, dos son las posiciones que uno puede tomar frente al capitalismo (léase también la globalización, o el funcionamiento intuido de la economía tal y como está el mundo): por una parte, la cautela, que aconseja desconfiar siempre del mercado y precaverse frente a él a través de su regulación, bien estatal, bien internacional, etc.; por otra, la confianza irrestricta en sus leyes autónomas, desechando cualquier atisbo de intervención pública y abogando, en consecuencia, por la más o menos pronta desaparición del Estado.

En el estado de cosas actual, no resulta difícil suscribir rápida e instintivamente la primera de dichas opciones, toda vez que, como parece, la excesiva confianza en el mercado lleva a periódicas crisis de variable gravedad (amén de incrementar las desigualdades entre los países pobres y los ricos y generar, en todos ellos, puestos de trabajo precarios). Los partidarios de esta percepción serían los economistas «críticos»; los de la segunda, los preconizadores del «neoliberalismo», «neoconservadurismo», «ultraliberalismo» o, más llanamente, del «capitalismo salvaje». Esta última tendencia sería la dominante en países como Estados Unidos, origen, como se sabe, de la crisis financiera internacional y prueba irrefutable de la inconsistencia e ingénita perversidad del mercado.

Esta simplicación maniquea resulta de suma utilidad, en la medida en que permite trasladar la responsabilidad de unos y otros a una entidad abstracta, como es el mercado, bien de forma directa, bien a través de sus más sobresalientes representantes, artífices del desastre: la banca financiera americana —pero ¿qué hay de los ahorradores que corrieron riesgos por ellos inasumibles?—. Es menester resaltar que, incluso así, los designados culpables no sólo no son severamente reprendidos, sino que son rescatados a fin de evitar un colapso mayor.

Todo esto es, en buena medida, lo que la mayor parte de la gente ha colegido de la situación actual, a instancias de los medios de comunicación y de los políticos (de diverso signo), y apremiados por los efectos que tan lamentable y duramente está ocasionando la crisis. Y cabría resumirlo, más aún, en el siguiente corolario: nuevamente, el Estado nos ha salvado del mercado.

Ante semejante exégesis, se hace poco menos que imposible rectificar la división primordial entre partidarios y detractores del mercado, en la que se anula o se asimila erróneamente cualquier consideración acerca del liberalismo, que es cosa distinta de las expuestas, y toda una filosofía política. Los liberales, no obstante, estamos muy acostumbrados a la preterición y a la incomprensión; el liberalismo es modesto en sus fines, y concentra sus esfuerzos en demostrar la importancia máxima de un valor en apariencia poco impresionante: la libertad.

El problema, más serio que este desconocimiento en ocasiones interesado, consiste en el diagnóstico inmediato de la crisis, que dicho desconocimiento no hace sino reforzar. La explicación maniquea mencionada conduce casi automáticamente a imputar toda la responsabilidad a la iniciativa privada, con lo que, también de manera instantánea, se logra eximir de toda culpa a los políticos. Éste es el riesgo que me propongo denunciar: la crítica, razonable y respetable, de lo que se entiende por el mercado no debe hacernos perder de vista la fiscalización del Estado, de sus gobernantes, quienes ostentan en exclusiva el monopolio de la coacción. Y es que una interpretación a la ligera nos distrae de ese tan saludable hábito inspirador del liberalismo: el recelo del poder.

Porque, ¿quién se ha ocupado de revisar y comprobar, por ejemplo, la efectividad de la regulación ya existente? ¿Cuántos han percibido la conveniencia de analizar los pasos que, en la legislación de que hablamos, se han dado en los últimos diez o quince años? ¿No aportaría esto una mayor luz, no eliminaría más sombras? Examínese, por tanto, la actuación de unos y otros. Revísense políticas y actuaciones privadas, rastréense —sin las albardas de la ideología— las causas que han llevado a la situación que hoy padecemos. Pues sólo si somos exhaustivos y no excluimos de antemano a una parte de los intervinientes, podremos evitar cometer los mismos errores en el futuro.