miércoles, 24 de septiembre de 2008

Queja de marítima inclemencia

Esa nocturna furia en que consiste la extensión del recuerdo.

J. M. Caballero Bonald


Pasan las horas como valles profusos de maleza, siempre quieta pero siempre punzante, me pierdo en los mil pliegues de esta selva saudosa y cotidiana, y me pregunto entonces en qué brazos encuentras tu hogar y tu refugio, qué se hizo de la senda que antes llevaba a tu boca mullida de secretos, quién coloniza la tibieza de tu piel infinita y surta.

Sé bien la respuesta, pero inquiero a la luna encolerizado, increpo su pasividad altanera y luminosa —bombilla en el desahucio—: por qué no surcan ya tus manos dibujantes este pecho convertido en páramo, qué sombras adumbran la comisura entera de tu cuerpo, qué sabanas prenden con tu candor de diablesa herida, quién es el que me tiene blandiendo estas palabras desnortadas, mi verdugo inaprehensible, mi huésped del velorio.

Tan sólo el recuerdo macilento, con su obstinado fragor y su vestigio de versos inéditos, su prontuario de anhelantes sombras femeninas, que se agolpan en las inmediaciones de mi llaga intemporal.

Siempre el mismo rival, quien me abate y me revive, a saber en qué medida.