jueves, 10 de julio de 2008

Vivir

Creo haber llegado, desatento, leyendo en mis propias concavidades, a una conclusión metafísica: crecer, madurar, hacerse viejo, vivir, no es sino un cambio en la perspectiva. Y dicho cambio consiste, fundamentalmente, en el tránsito desde una visión despreocupada —o brujuleante entre lo que se estima como preocupaciones— hacia una percepción sumamente problemática de la propia existencia. (Décadas atrás, Dale Carnegie vino a sintetizar, con gran éxito, esto que digo, señalando dos hipocentros: el trabajo y la persona con quien compartir nuestra vida).

No sabría decir si el panorama, cuando uno se da cuenta de que hay que vivir y no sólo ir tirando, o ir muriendo, se ensancha o se oscurece. Lo cierto es que el tamiz numeroso de las complicaciones nos torna como en pesimistas accidentales, quizá calculadamente, por ver de recibir luego con mayor entusiasmo las alegrías que toda vida depara.

Así, pues, meditando sobre la necesidad de vivir propiamente, me sobrevienen saudades diversas, melancolías de lo por venir, y recuerdos que siempre encarnan en sonrisas extraviadas —porque la biografía se cuenta, con un cómputo cualitativo, por las mujeres a través de las cuales uno se vive a sí mismo—. Y es un fastidio reflexionarse soledoso, dado que viene a confirmarnos nuestra hipótesis de partida: somos un tembloroso conjunto de preocupaciones y problemas proyectados.

Vivamos: es el único remedio.

No hay comentarios: