lunes, 18 de mayo de 2009

Retazo

El pequeño cuarto de la fotocopiadora, reducto intelectual de la maquinaria del estudio, era el cobertizo dentro del búnker donde nos refugiábamos del mundo. Como un taller en mitad de un museo, en el tabuco industrioso de la copiadora se daban cita propósitos nobles, apropiaciones delictivas y penitencias académicas, de lo que nos ha quedado esa idea del cuartillo como confesionario múltiple y multitudinario. Nos divertía el tráfico del cuartillo por congregar alternadamente al estudiante de última hora y al investigador eterno, enfrentándolos en un duelo de tintas automáticas y chirriantes en los que ambos solían ser derrotados por la máquina falible y rumorosa.

Hasta que una mañana entré yo al estrechísimo departamento, movido por preocupaciones lingüísticas, deseoso, quizá, de derramar el lenguaje, de verlo correr y propagarse por efecto de mi mano, si no de mi escritura. Y allí estabas, musa estacional, peleando quedamente con la máquina, la cascada de negros de tu pelo contra el cromatismo pobrizo de la fotocopiadora, tu piel blanca bruñendo el metal fluorescente de luz del cuartillo. Ya te ibas, claro, pero volviste para advertirme sobre la rebeldía de la copiadora, a veces corta la página, prueba por si acaso, y en aquel plazo brevísimo nos encontramos respirando una intimidad abuhardillada y fugitiva, audaces pobladores de un refugio inventado, a salvo de la precariedad del entorno, tejedores íntimos del tapiz del día, desconocidos acérrimos conjurando ante la mirada reciclable del papel...

Pero el refugio, la ensoñación y el combate acabaron pronto, y al final lo que había era una fotocopia infructuosa blandida, sin quererlo, como símbolo de una victoria/derrota efímera y absurda. (Con el siguiente usuario se cancelaba al fin todo el misterio y volvía la lobreguez a inundar la masa como orante de la biblioteca).

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